No podemos normalizar la barbarie en nombre de la seguridad

Por Silvie Ojeda — Río de Janeiro, 29 de octubre

Ayer y hoy, Río respira entre disparos. Helicópteros sobrevuelan las favelas donde los niños no pueden ir a la escuela, y las madres esperan noticias de que sus hijos sigan vivos. La ciudad está en Etapa 2 de movilización — un término burocrático y frío para nombrar una guerra ya conocida: la guerra contra los pobres.

De Alemão a Penha, de Chapadão a Jacarepaguá, las calles están bloqueadas no solo por operativos policiales, sino por siglos de abandono. Río tiembla, pero no es nuevo — es el sonido de la continuidad colonial. Los territorios heridos hablan de nuevo, recordándonos que esta violencia no es caos sino política, no es excepción sino diseño.

Las y los habitantes del Complexo da Penha, en la zona norte de Río de Janeiro, cargaron alrededor de 160 cuerpos hasta la Praça São Lucas, en la calle José Rucas, durante la madrugada del miércoles (29), después de la operación policial más letal en la historia del estado.

La colonización nombró a las personas negras como “negras” y a los pueblos originarios como “indios” para hacer sus cuerpos legibles al poder — para crear diferencia, jerarquía y desechabilidad. Esos cuerpos, marcados como “otros”, son los condenados a morir en nombre de quienes exigen “seguridad”. Lo ocurrido en Río esta semana es un ejemplo brutal de cómo la guerra contra las drogas sigue siendo una herramienta del poder colonial: controla territorios y cuerpos mientras elimina las vidas de quienes viven en los márgenes.

Esta masacre no fue un accidente ni un exceso aislado. Es el resultado predecible de una doctrina que trata al “territorio marginal” como justificación para la muerte masiva. Las organizaciones de derechos humanos denunciaron la operación, señalando que el uso desproporcionado e indiscriminado de la fuerza viola los estándares internacionales sobre seguridad pública y convierte la seguridad en una política de muerte, no de protección.

La narrativa que dice que las personas involucradas en el crimen “deben morir” es la herramienta que nos mantiene colonizados. Normaliza la idea de que ciertas vidas son desechables y perpetúa una lógica de exterminio. Justifica la violencia estatal y encierra comunidades enteras en ciclos de duelo, represión y miedo.

La seguridad pública debe tratarse de derechos — del derecho a la vida, a la dignidad y a la paz — no de ejercer control a través del derramamiento de sangre.

Nos solidarizamos con las y los habitantes de las favelas de Río. La herida no está solo en las calles; vive en el lenguaje, en las leyes, en las historias que siguen considerando a algunos cuerpos indignos de protección. Sanar implica rechazar el cálculo colonial que valora unas vidas más que otras — y exigir políticas que garanticen la seguridad a través de la justicia, no de la masacre.

La autora es una activista y defensora de derechos humanos colombiana residente en Río de Janeiro, donde realiza trabajo comunitario de reducción de daños y reforma a política de drogas en favelas como también hace incidencia en espacios de decisión a nivel internacional para avanzar cambios globales.

Imagen de Tomáz Silva, Agencia Brasil.